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martes, 22 de mayo de 2012

El árbol y los niños

La siguiente es una transcripción de la nota escrita por Juan José Nieto sobre el tiro ejecutado por el golfista Sergio “El Niño” García en el hoyo 16 de Medinah Country Club, en oportunidad de disputarse el PGA Championship de 1999 y de la muerte posterior del añejo roble que flanqueaba la calle del referido hoyo.


Sergio García, El Niño y el añejo roble.
Los árboles no tienen memoria. Cada jornada se reinventan para librar una cruel batalla contra la muerte. Son sobrios y eficientes, y solo durante la primavera, también cuando el otoño tiñe de rojo sus hojas, hacen alguna concesión a la belleza. Así, severo con su dieta y de fachada robusta, era también el roble que flanqueaba la calle del hoyo 16 de Medinah Country Club hasta que hace unos años, marchito, hubo de ser arrancado. Por delante de aquel quercus pasaron grandes personalidades del mundo del golf, pero nada le causó tanta impresión a ese viejo árbol como la presencia de un joven de diecinueve años al que las masas aclamaban al grito de “¡Niño! ¡Niño!”.
Cuando ellos dos se conocieron, el niño y el árbol, yo acababa de cumplir doce años. Entraba en una edad crítica, en el período puente entre la puerilidad y la adolescencia. Por ello, haciendo uso de mi recién estrenada madurez acudí con un amigo a celebrar las fiestas de su pueblo. Una noche, mientras los mayores se empeñaban en rejuvenecer al ritmo de “Suspiros de España”, mis amigos decidieron profundizar en el arte de las relaciones entre chicos y chicas utilizando una botella de licor para romper el hielo. Yo, terco como pocos, me negué a tal ocurrencia. Me escabullí entre las sombras y, tras deslizarme como un reptil a través de los estrechos callejones de la villa, alcancé la plaza y me introduje en uno de sus bares. “Un refresco de limón, por favor”.
Justo cuando el reloj de la iglesia daba las once me acomodé junto a la barra con la familiaridad con la que lo hubiera hecho cualquier cliente asiduo de la taberna. Bien hubiera podido retratar Velázquez aquella rocambolesca escena en la que aparezco yo, un niño de doce años, compartiendo antro con varios hombres y mujeres de toda clase social y grado de embriaguez que, a buen seguro, no rellenaban sus copas con el mismo inocente elixir azucarado con el que yo mataba mi sed.
Aburrido y solo, y en ausencia de cualquier tipo de tecnología móvil, decidí buscar en algún ángulo del local la compañía de un televisor. Y la encontré. Abrí y cerré los ojos repetidas veces hasta percatarme de que era golf lo que estaban emitiendo. Así, en medio de un local atiborrado de testosterona que apestaba a ginebra, a la tierna edad de doce años, perdí la virginidad y me enganché a este deporte. Ayudó, para qué engañarnos, saber que un español tenía opciones de victoria y, más aún, comprobar que lo hacía luchando contra Tiger Woods, una personalidad que trascendía al mundo del deporte y de la que ya había oído hablar.
En plena remontada de Sergio, con un birdie en el monstruoso par 3 del 13 acompañado por un doble bogey de Woods en el mismo hoyo, al dueño del local le dio por hacer zapping con un canal regional en el que estaban emitiendo una película porno. No sé si fue por mi cara de pocos amigos, tenía una vida por delante para descubrir los secretos del sexo pero solo unos minutos para saber si Sergio García ganaba el PGA Championship de 1999, o tal vez por los insultos de su mujer, pero lo cierto es que pronto regresaron la cordura al interior de aquel bar y el golf a la pequeña pantalla.
Y he aquí el árbol. O mejor dicho, la bola detrás de una de sus raíces. De repente, todo el mundo, hasta un ludópata enfermizo aferrado a su última moneda de cinco duros, se giró hacia el televisor. El silencio era tal que, por primera vez en toda la noche, pude escuchar los comentarios técnicos de Nacho Gervás al que recuerdo diciendo que no quedaba otra que sacar la bola a la calle y jugar de tres a green. Pero incluso un jugador profesional con experiencia contrastada en el Circuito Europeo, como es Nacho Gervás, es incapaz de soñar con los golpes que algunos jugadores, tres o cuatro en el mundo, ven como posibles. Así, asumiendo un gran riesgo, Sergio García cogió un hierro 6, lo elevó en un plano más vertical de lo habitual y, con los ojos cerrados, lo bajó viniendo muy de fuera para generar un espectacular efecto de izquierda a derecha consiguiendo que la bola saliera limpia del impacto. La siguiente escena, quién puede olvidarla, fue la de Sergio corriendo como un loco calle arriba para ver su bola aterrizar mansamente en el green en lo que puede ser considerado como uno de los mejores cinco golpes de todos los tiempos. Entonces, mientras los clientes del bar echaban de nuevo mano a la copa incapaces de entender la magnitud de lo que acababan de ver, en las afueras de Chicago el clamor se había vuelto unánime. Aún puedo escucharlo: “¡Niño! ¡Niño! ¡Niño!”…
—¡Eh, niño! Preguntan por ti ahí fuera.
Eran mis amigos. Estaban preocupados por mi desaparición y habían emprendido mi búsqueda. Ellos, aliviados, creyeron estar rescatándome de una situación de peligro. Yo, en cambio, me quedé con las ganas de ver terminar la jornada de golf. Lo que nunca supo nadie, pues nunca lo he dicho, es que durante aquella hora apoyado sobre la barra de un bar fui el chico más feliz de la Tierra. Fue por su culpa, por la culpa de aquel sujeto al que una sonrisa le cortaba el rostro de oreja a oreja mientras hacía diabluras sobre un campo de golf.
Gracias a ti, Sergio, aquel roble ya muerto pasó a la historia del golf. Gracias a ti, Niño, aquel preadolescente ya hombre, que soy yo, se enamoró de este deporte pudiéndolo haberlo hecho del alcohol. Por eso te pido que vuelvas a jugar con alegría y con naturalidad porque nunca se sabe dónde se cruzará un nuevo árbol o en qué bar estará pidiendo un refresco de limón un niño de doce años perdido en medio de la noche.

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